Mayo-2016
Pablo Dávalos
En el capitalismo, el
discurso económico tiende a transferir a los objetos propiedades que pertenecen
a los seres humanos. La constatación más evidente de ello está en el concepto
de “capital”. En ese concepto, la referencia inmediata es a los objetos, como
máquinas, tecnologías, o dinero, pero nunca se visualiza a los seres humanos y,
peor aún, a los procesos históricos que los subyacen. Se considera a una
máquina, una tecnología o una cantidad de dinero como capital prescindiendo
de los seres humanos que son parte fundamental de su existencia.
Marx había identificado a
ese fenómeno como alienación o fetichismo de la mercancía, y el filósofo G.
Luckács identificaría a ambos como reificación (también lo
denominaba: “objetivación fantasmal”). La cosificación, o reificación, da
cuenta de un fenómeno paradójico: los seres humanos crean al mundo, pero éste
no les pertenece. Así, la realidad se les aparece como algo extraño y por fuera
de sus propias condiciones y su propia historia. En el fetichismo mercantil,
los seres humanos otorgan a las mercancías poderes taumatúrgicos sobre su
propia realidad. Los luditas, por ejemplo, veían en las máquinas la explicación
de su desempleo, no en las relaciones históricas generadas desde el
capitalismo.
La cosificación y el
fetichismo configuran una especie de ontología del capitalismo en la cual la
existencia de lo Real está en los objetos, no en los seres humanos. Los seres
humanos deben apelar a los objetos para demandar presencia ontológica, es
decir, para reclamar existencia y reconocimiento. Un ser humano sin objetos que
atestigüen y certifiquen esa existencia, se convierte en un ser humano por
fuera de toda posibilidad de reconocimiento social. Es un paria del sistema. En
el capitalismo, para ser es necesario tener. En
inglés el término “looser” se ha convertido en la expresión que designa
esta subordinación de lo humano en los objetos, un término, además, con una
fuerte carga peyorativa. De esta forma, la mirada que los seres humanos tenemos
sobre nuestra propia realidad, es una mirada alienada, cosificada.
Ahora bien,
contradictoriamente es esta misma mirada alienada y cosificada la que consta
como sustrato analítico, teórico y epistemológico cuando se estudia a los
territorios y la desposesión en el discurso crítico del extractivismo y de la
economía ecológica.
En efecto, en el discurso
crítico sobre el extractivismo los territorios aparecen de la misma forma que
aparece la noción del capital en la economía: como un objeto
externo y alienado a los seres humanos; como un objeto sin historia ni
referencias sociales. La mirada alienada produce una cesura radical entre el
territorio, al cual lo convierte en objeto del deseo de la codicia del capital,
y los seres humanos, que se transforman en víctimas de esa codicia y que son
expulsados de ese territorio. Así, el discurso crítico del extractivismo parte
de una constatación evidente, pero constituida desde la alienación y el
fetichismo.
Marx advertía que el
capital no es una cosa sino una relación social mediada por sus condiciones
históricas concretas. De la misma manera para el territorio, este no es un
objeto del deseo, es una relación social y, añadiría, simbólica, mediada por
esas relaciones sociales, históricas y simbólicas. Cuando la mirada cosificada
se posa sobre un fenómeno histórico tiende a replicar las cesuras provocadas
desde el poder.
Eso es lo que sucede con
la mirada cosificada del discurso crítico sobre el extractivismo. El territorio
se convierte en objeto sobre el cual se ejerce la violencia de la acumulación
del capitalismo. El discurso sobre el extractivismo, cuando opera desde la
cosificación, mira a los territorios como objetos desprovistos de toda relación
social y toda significación simbólica. En tanto objetos, los territorios se
vinculan a las estrategias de la acumulación como mercancías y sometidas a los
mismos procesos que cualquier otra mercancía.
La descripción del
proceso de desposesión de los territorios realizado por el discurso crítico
sobre el extractivismo no deja de corresponder a la realidad de la violencia de
la acumulación, pero no por eso deja de ser un discurso alienado; de la misma
forma que el discurso económico que considera a las máquinas, la tecnología o
el dinero, como formas de capital y como mecanismos de ahorro-inversión, si
bien da cuenta de los procesos de inversión y rentabilidad del capital, no por
ello deja de ser una mirada cosificada.
Desde esa visión
cosificada, el extractivismo aparece como actividad económica concreta que
opera sobre recursos económicos, asimismo, concretos. Así, extractivismo es,
valga la tautología, extraer renta de recursos naturales, en especial, mineros,
hidrocarburíferos, biodiversidad, agronegocios, entre otros, a través de
mecanismos de circulación capitalista global, sobre territorios determinados y,
al mismo tiempo, la expulsión de los habitantes de esos territorios por medio
de la violencia.
En esta visión
cosificada, la relación entre territorios, extracción, renta, despojo, y
circulación del capital, se convierte en una relación lineal causa-efecto, y se
pierde toda consideración histórica, social y simbólica del territorio, amén de
la dialéctica entre dominación y resistencia. El discurso crítico sobre el
extractivismo añade las dimensiones sociales y simbólicas de los territorios,
por fuera de las dinámicas del extractivismo, porque en realidad lo considera
como una actividad concreta de extracción o, utilizando un extraño neologismo
que proviene de E. Gudynas: “extrahección”, es decir: “extracción con
violencia”.
Sin embargo, los
territorios son producciones humanas. Son tan objetos como podría ser una
máquina o una tecnología determinada, que fuera de su contexto social pierde
toda significación. Aquello que explica al territorio es su contenido humano.
El territorio, por tanto, no es una cosa, no es un objeto por fuera de esas
relaciones humanas. No es un contexto geográfico en el que consten determinados
recursos y sobre el cual se despliega la historia humana. El territorio es más
que eso. Es una trama humana, condensada en su historia, y es esa trama la que
crea y re-crea a los territorios, la que les da su significación y proyección
en la sociedad.
Si esto es así, los
territorios se crean y re-crean constantemente, y van más allá de cualquier
referencia geográfica concreta. Los seres humanos producen los territorios y
estos a su vez inciden sobre los seres humanos. Se produce una especie de
simbiosis, de relación de complementariedad, de reciprocidad. Para los pueblos
indígenas, por ejemplo, es tan importante la relación con los territorios que
estos forman parte de su propia ontología política. En esa creación y
re-creación de los territorios, las dimensiones que emergen son múltiples, en
especial aquellas que se determinan desde lo simbólico.
De los territorios con
referencias espaciales específicas y que tienen características geográficas
concretas y que se han constituido a lo largo del tiempo, los seres humanos
también han creado territorios totalmente simbólicos y que no constan en
ninguna geografía específica. Son territorios virtuales. Quizá no tengan las
características específicas de un territorio físico y geográfico, pero eso no
quita el hecho de que sean producciones humanas y que compartan aquellas
significaciones fundamentales de todo territorio: espacios de vida, identidad,
convivencia, referencia, e historia.
Los territorios son una
expresión más de la realidad humana. Forman parte de esa realidad histórica y
social. De la misma forma que la riqueza es creada desde las posibilidades
humanas, los territorios, físicos o virtuales, entran en esa compleja y
contradictoria realidad de lo humano como creaciones concretas del mundo
humano. Así, una máquina, o una tecnología, o una cantidad de dinero, se
convierten en capital cuando alteran el entramado histórico y social al cual
pertenecen, no son capital en sí mismas, su condición de
ser capital nace ya condicionada por ese entramado histórico
desde el cual han sido creadas; de esta misma manera, un territorio, físico o
virtual, siempre hace referencia a ese entramado histórico y social y a las
interacciones que desde él se generan. Intervenir sobre un territorio es
intervenir sobre la complejidad y la totalidad humano-social de la historia. Es
alterar las significaciones que se han construido desde esos territorios y que
dan sentido a la vida humana.
Ahora bien, la violencia
del capitalismo, como violencia fundamental y radical, tiende a separar a los
seres humanos de su propia historia. La forma mercancía emerge y se constituye,
precisamente, desde esa violencia fundamental. De la misma manera que se separa
al productor de su producto, también se separa a los seres humanos de sus
territorios, y se convierte a los territorios en ob-jetos (ob:
fuera de sí; jetos: lanzar, arrojar).
En el capitalismo, lo
Real en cuanto realidad se convierte en ob-jeto; es decir, en algo
que está fuera de los seres humanos, en algo que no les pertenece, en algo con
lo cual los seres humanos no se identifican. Así, lo Real se cosifica. Al
cosificarse se separa radicalmente de los seres humanos y de la creación de su
propia realidad y se presenta como algo extraño a ellos. Los seres humanos
crean la riqueza social a través de la producción pero también crean y re-crean
a los territorios como espacios simbólicos, independientemente de su realidad
geográfica o física, pero la separación radical que produce la violencia del
capitalismo los hace aparecer como estructuras cosificadas de Lo Real. Los
seres humanos se crean a sí mismos a través de las cosas, pero no ven esas
relaciones sociales que se tejen detrás de las cosas. Proceden de la misma
manera con respecto a su territorialidad. Los territorios dejan de ser esa
producción humana para convertirse en objetos; en evidencias físicas y
objetivas, en realidades externas a la historia humana. En fuente de
aprovisionamiento, escenario, o vertedero de desechos.
Mas el proceso de
separación entre los seres humanos y su propia realidad tiene en la teoría,
especialmente en la ciencia moderna, un discurso que lo sanciona y legitima
socialmente. La ciencia moderna es un elemento clave para la cosificación del
mundo. Quizá el mejor ejemplo de cómo un discurso científico sanciona y
legitima la cosificación de lo Real esté en la economía. En efecto, como
discursividad, la economía no pretende ni descubrir, ni esclarecer los
mecanismos de la cosificación del mundo. Más bien al contrario, la economía los
encubre y los recubre de un manto de legitimidad social e histórica. Quizá el
mejor ejemplo de ello sea el discurso económico sobre los salarios.
En efecto, la economía
pretende explicar el comportamiento de los salarios con categorías teóricas que
no son económicas sino demográficas (por ejemplo el concepto ricardiano de los
“bienes salario”), porque no existe ninguna posibilidad teórica de definir un
valor para el salario, y eso por una razón epistemológica fuerte: no hay
ninguna ley del valor, al interior del discurso económico, que explique el
precio del salario (peor aún la denominada Ley del valor-trabajo). No obstante,
la noción de salario se legitima a nivel social y los trabajadores no disputan
la producción de la riqueza sino el incremento del salario en los contratos
laborales. Esto significa que el productor no reclama el producto que ha
creado, aunque ese producto sea su propia sociedad y su propia historia, sino
que se contenta con un pago en moneda por algo que nada tiene que ver con el
hecho de que la sociedad en la que vive ha sido creada por él mismo pero que,
sin embargo, no le pertenece. El pago del salario está hecho para garantizar
que el trabajador no reclame lo que de por sí le pertenece: su propia vida.
Quizá otro ejemplo de la
forma por la cual el discurso de la economía es funcional para encubrir y
proteger la cosificación de lo Real está en la inflación de los precios que es
presentada y asumida como fenómeno estrictamente económico y monetario, cuando
en realidad es básicamente un fenómeno político.
Un proceso similar se
puede apreciar en el discurso sobre el extractivismo como discurso cosificado.
Este discurso asume el territorio como un objeto. Al considerarlo como un
objeto, le desaloja de toda consideración simbólica y, en consecuencia, de toda
pertenencia a la totalidad humano-social. Si en el discurso de la
economía, el concepto de salario encubre el hecho de que su consistencia
teórica está hecha para garantizar y legitimar la separación del productor con
respecto a su producto, en el discurso del extractivismo, se provoca un pliegue
en el cual el territorio se desprende de todas sus referencias simbólicas para
aparecer solo como objeto susceptible de generar renta. En ese pliegue, el
territorio pierde su significación simbólica y se convierte en recurso natural.
De la complejidad que lo estructura y lo define, solo queda la utilidad que, a
su vez, es integrada a la esfera del oikos.
Como ob-jetos,
los territorios aparecen por fuera de la sociedad y se convierten en escenario
o disposición geográfica. De esta forma, el pensamiento crítico que quiere
deconstruir y cuestionar la dinámica extractivista, finalmente coincide con el discurso
extractivista: los territorios se convierten en objetos geográficos que poseen
recursos susceptibles de ser mercantilizados. Para este pensamiento cosificado,
la historia se convierte en destino: los pueblos están condenados a la
violencia del capitalismo porque sus territorios son ricos en recursos
naturales. Es la “maldición de la abundancia”, la “enfermedad holandesa”, o el
“determinismo tropical”, entre otros ideologemas.
Así, se produce una
convergencia entre el discurso del extractivismo y el discurso crítico del
extractivismo. Ambos ven en los territorios los recursos naturales que, de una
manera u otra, generarán rentas. Para el discurso extractivista, en su versión
más simple e ideológica, esa renta puede crear las condiciones para el desarrollo
económico, el crecimiento y la superación de la pobreza; para el discurso
crítico del extractivismo, esa renta más bien perpetúa la pobreza, genera
externalidades negativas, y acentúa el “mal-desarrollo”. Empero, en ambos
discursos subyace, como fondo, la cosificación. Quizá sin proponérselo, el
discurso crítico del extractivismo termina siendo el envés de una misma praxis
de poder.
Ahora bien, si la
violencia del capitalismo separa al productor de su producto, y a la sociedad
de su propia historia, el discurso crítico debe realizar una especie de sutura
sobre ese desgarre. El discurso crítico no puede ni repetir, ni adscribir, ni
suscribir la cosificación del mundo. El discurso crítico debe advertir de la
reificación del sistema y debe partir de una posición crítica con respecto a
esta cosificación. Si la estructura de la realidad está desgarrada por la
cosificación, es necesario denunciarla y proponer una crítica que le permita a
la sociedad recuperar aquello que legítimamente le pertenece: su propia
historia.
No existe una “maldición
de la abundancia” en los territorios, porque estos no son culpables de la
violencia de la acumulación del capital, ni tampoco una “enfermedad Holandesa”.
El extractivismo no es solamente extraer renta de los recursos naturales de los
territorios, en realidad es la expresión por la cual la acumulación capitalista
separa a la sociedad de sus contenidos simbólicos y referencias históricas que
se presentan y re-presentan en los territorios, cualquiera sea la forma que estos
asuman.
Un pozo petrolero, o una
mina a cielo abierto, o una plantación de transgénicos, o una represa
hidroeléctrica, entre otros, si bien representan dinámicas del extractivismo,
no lo agotan ni lo evidencian en su totalidad. El extractivismo va más allá de
eso. El extractivismo interviene sobre los territorios en sentido amplio de la
misma manera que la explotación fabril interviene sobre la creación de riqueza
y enajena a los trabajadores de su propia vida en sentido histórico.
Si los territorios son
creaciones humanas que se crean y re-crean constantemente, y si aquello que los
caracteriza es dotar de identidad, referencia y convivencia a la vida humana y
social, entonces el extractivismo cuando interviene sobre los territorios,
también altera las dimensiones de identidad, referencia y convivencia de toda
sociedad. El extractivismo, efectivamente, coloniza los territorios y extrae de
ellos recursos naturales que los vinculan a la financiarización y circulación
mercantil, pero también destruye las identidades, las referencias simbólicas y
la convivencia social asociadas y vinculadas a ese territorio. Las identidades,
referencias y convivencias, al ser colonizadas por la violencia del
extractivismo, se difractan en fragmentos en los cuales la sociedad no puede
reconocerse.
Los seres humanos, y las
sociedades, producen constantemente territorialidades, porque son puntos de
referencia para su propia identidad, de su ser-en-el-mundo. Existe una especie
de ontología y también una fenomenología en los territorios. Por ello, cuando
el extractivismo fractaliza los territorios, es decir, los desintegra en
múltiples fragmentos, la sociedad busca la forma de re-crear desde nuevas
condiciones, aquello que ha perdido. Necesita crear esos referentes que le asignen
una estructura coherente para su propia vida. Esa creación es inherente a la
resistencia al extractivismo. Pero esa resistencia debe ser domeñada. A la
fragmentación de los territorios corresponde una dialéctica de re-creación de
nuevas territorialidades desde la violencia extractiva.
En efecto, la dinámica
extractiva, al mismo tiempo que desintegra los territorios, los reintegra en
nuevas territorialidades construidas desde la lógica de la cosificación del
mundo. Al ser desalojados de toda referencia histórica, de toda memoria
ancestral, de toda posibilidad de convivencia y solidaridad, reaparecen como
territorios vacíos, como espacios sin historia ni memoria. Los territorios que
emergen desde la violencia capitalista, son espacios de disciplina y control.
De vigilancia y obediencia. De jerarquía y orden. De utilidad y función. Los
territorios que emergen desde el extractivismo son aquellos que el antropólogo
francés Marc Augé denominaba los No-Lugares: espacios homogéneos en su
arquitectura y funcionalidad, que permiten una identidad común y accesible a
toda la sociedad bajo las prescripciones del capitalismo y la cosificación. El
ejemplo más pertinente es aquel de los centros comerciales o los aeropuertos,
pero también pueden ser adscritos a su lógica la estructura misma de las
ciudades modernas.
El extractivismo, por
tanto, no es solo un pozo petrolero, una refinería, una plantación, una mina a
cielo abierto, entre otros, sino también los No-Lugares. Las ciudades
disciplinarias, los espacios homogéneos y funcionales en los cuales se
despliega el mundo unidimensional del homo economicus. Pero los
No-Lugares no podrían ser funcionales sin una lógica concentracionaria que los
integre y discipline. Un centro comercial es un No-Lugar, que también replica
la lógica concentracionaria, como espacio de disciplina, orden, control y
vigilancia.
Considerar al
extractivismo como una dinámica de la violencia del capitalismo que desgarra la
totalidad humano-social, abre espacios para una crítica más radical y permite
incorporar al horizonte crítico aspectos que antes quizá pasaban al margen de
las dinámicas extractivas pero que forman parte inherente de ellas. Si existen
territorios que son virtuales, entonces necesitamos una posición teórica que
nos permita comprender cómo funciona el extractivismo en esos territorios
virtuales. Cuál es la significación de esa intervención y de qué maneras son
colonizados desde el extractivismo esos territorios virtuales.
El extractivismo
desterritorializa lo Real para re-territorializarlo en los No-Lugares y en las
dinámicas disciplinarias y concentracionarias del capitalismo tardío. El
extractivismo no es un fenómeno que aparece en la periferia del capitalismo,
sino que lo constituye en su esencia. Las resistencias al extractivismo
implican la re-creación de nuevas territorialidades que disputan su sentido de
identidad, pertenencia, y referencia a los No Lugares y a las lógicas
disciplinarias y concentracionarias.
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